Educación

Un edificio no es escuela

Una escuela tiene alma, hecha de los trozos de cada uno de los que la viven, la transitan y se apropian de ella sin certificaciones legales. Un edificio es escuela cuando muchos, o algunos, dicen “mi escuela” con énfasis y convicción sobre propiedad.

Pandemia es una de esas palabras que nos transportan a otra época, al medievo. En este siglo, definido por el conocimiento, hablar de una peste real, con los avances de la ciencia y el consecuente “dominio” de los virus, era quimérico. Hasta que madrugamos inmersos en una película para la cual no teníamos firmado contrato protagónico.

Asombro, consternación, miedo, preocupación, incredulidad, ansiedad… emociones mezcladas en un cóctel de sabores que se percibían como amargos, agrios, ácidos, que hacían añorar la dulzura de aquella época, nada lejana, en la que existían las certezas, los planes a largo plazo, los encuentros y desencuentros, pero nunca tiempo de distancias, de condicionamietos, de normas innegociables.

Esos días de marzo se recordarán signados por lo imprevisible, aquello que no podía pasar en pleno desarrollo de vacunas y antibióticos. Menos a nosotros… si somos argentinos! 

Sin embargo, la mañana del 20 de marzo de dos mil  veinte recibimos en todas las escuelas de la provincia una circular ministerial indicando el cierre de los edificios escolares. Necesitamos releer para interpretar la información y comprender que nos había tocado a nosotros.  En medio de la confusión y la preocupación juntamos lo básico sin saber qué era lo necesario para trabajar desde el aislamiento (tampoco sabíamos qué era el aislamiento) pero intentamos mantener la compostura y calmar los ánimos.

Fuimos evacuando el edificio. Cerramos las puertas, corrimos las cortinas, trabamos las celosías con desconocimiento respecto al futuro. Los últimos en salir nos miramos con desconcierto: saludarnos sin precisiones de tiempo, sin besos, sin abrazos, sin poder dibujar una sonrisa de cordialidad, con una mezcla de prisa como si nos estuviera corriendo el microbio y de angustia por aquello olvidado en el apremio de la situación. Nos despedimos diciendo “Nos hablamos…”

Casi en penumbras quedó olvidada alguna taza de café sin terminar, el mate sin lavar, alguna correspondencia sin abrir, aquella carpeta olvidada bajo el banco, las tizas desparramadas, las macetas del jardín sin regar y un olor a escuela, sí, ese aroma que tienen las escuelas, combinación de mate cocido, polvo, el olorcito de cada uno y el de alguna colonia casi tirada sobre la cabeza en el apuro de la mañana. Al cerrar, dejamos un aire frío atrapado dentro como si un viento gélido hubiera impulsado todo a la huida y cerrado con un estampido la puerta para asegurar el aislamiento.

Entonces, la escuela quedó desolada, con un silencio mortal nunca experimentado porque las escuela tienen la magia de atrapar en sus paredes la risa alegre de los niños, los gritos fuertes de los juegos en el recreo, la dulce voz de la seño al contar un cuento, el sonido intenso del piano, el clamor de los alumnos al jugar al metegol, el “Salve argentina, bandera azul y blanca…”, todo eso y mucho más reverbera en las paredes de una escuela como si fuera su alma viva. Pero esta vez no… todo fue silencio. Y los pájaros anidaron como si fueran dueños legítimos de los árboles del jardín, las láminas se desprendieron de las paredes como perdiendo su razón de estar, la tinta de las impresoras de secó sabiendo que no era necesaria, el polvo ingresó libremente opacando los muebles, algunos insectos indeseables se apropiaron de los rincones burlándose, esta vez, de la falta porteras. En síntesis, la escuela ya no fue escuela porque la escuela es más que el edificio. Porque una edificación deshabitada, desolada, amodorrada no es una escuela.

El coronavirus nos obligó a buscar otros modos de encontrarnos, de enseñar, de aprender, de vivir mientras este extraño se encuentre allí cerquita. Nos impelió a encontrar otros modos de enseñar todo, o algo, de lo que habíamos planeado antes, cuando todo estaba en orden; a recuperar a los niños que se habían desparramado y, como en un juego de escondidas, se habían refugiado en sus casa o, si tenían la posibilidad, en sus hogares bajos la protección inviolable de la familia; a encontrar un instructivo que indicara cómo, cuándo, dónde, con quién podíamos continuar; a no perder el tiempo  porque dicen que es un tirano y para opresores ya estaba el virus.

Enorme desafío comprender que esta época no está en los manuales de pedagogía, que hay que improvisar utilizando recursos tecnoilógicos (sí, ilógicos cuando no existen las condiciones necesarias), soportes incapaces de funcionar sin conectividad, sin dominio de las plataformas, sin otro que lo recibe, procesa y devuelve. 

En este entorno, se puso en evidencia el valor de la tarea educadora, que tantas poesías adornan con los más bellos términos. Compromiso, dedicación, responsabilidad, empeño, mucha vocación y solidaridad para producir un cambio al que no nos decidíamos, una transformación que no tiene retorno, en la que las prácticas educativas son más creativas, más inclusivas, más participativas, más actualizadas, más contemporáneas.

Recuperando algunos conceptos expresados por Bernardo Blejmar en una maravillosa conferencia virtual, volveremos para habitar una nueva escuela asentada sobre cinco verbos: “escuchar, entramar, inaugurar, elegir y explorar”. Inaugurar un nuevo espacio que será recorrido y vivido de otra manera; explorar modos inéditos de aprender; entramar vínculos que se conviertan en fuertes redes de vinculación para sostener la confianza y el intercambio; escuchar y escucharnos para identificar en nuestro interior  deseos, necesidades, habilidades y singularidades para poder, a través de la circulación de la palabra, construir un “nosotros”; elegir qué enseñar, qué aprender, cómo enseñar, cómo evaluar, cómo construir, cómo superarnos.

Imagino que será una escuela más celeste y blanco, más amorosa, en la que enseñar y aprender no tengan orden ni dueño, en la que el apuro impuesto deje lugar a los tiempos individuales, en la que cada uno marque sus pasos sin marchas solemnes ni compases establecidos. Será una escuela en la que educar sea un acto de justicia, dinámico y ético. Será una escuela inédita, aunque la osamenta sea la misma, porque el corazón pulsará distinto.

Analía Gerbaudo
Licenciada en Gestión de Instituciones Educativas (UBP).
Especialista en Educación Primaria y Tics.
Profesora para la Enseñanza Primaria.
Profesora de yoga.
atgerbaudo@live.com.ar

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