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Docentes

Sentido, vocación y fragilidad

La pérdida de sentido en la docencia, la decisión primera y un camino de “retorno” vocacional.

Tal vez como nunca antes en el transcurrir de nuestra existencia se ha puesto de manifiesto la “menesterosidad radical” (Thomas Merton, 1998) como en los últimos 20 meses. Angustia, incertidumbre, desesperanza, abatimiento y demás experiencias del mismo tono signan y atraviesan nuestra cotidianeidad mientras términos como “pandemia”, “confinamiento”, “protocolo” y “barbijo” aparecen como los 4 fantásticos de la nueva era.

Sin duda, esta realidad nos atraviesa casi como un pathos, como algo que se hace casi consustancial al punto tal de, poco a poco, acomodarnos a conceptos tales como una “nueva normalidad”.

Sin embargo, la mirada que proponemos no se ubica en un intento más de frustrado abordaje a tientas en la oscuridad de lo nuevo sino en la propuesta de un diálogo íntimo y sincero que nos invita a preguntarnos ¿qué hay de nuevo hoy?

La fragilidad humana no es novedad, la angustia y el sufrimiento no nos son ajenos en modo alguno y la incertidumbre… siempre ha sido así, incierta. Entonces ¿qué es lo nuevo? ¿qué es lo que perdimos?

La respuesta nos obliga a “meter mano” para buscar aquello que teníamos bien guardado, cuando nos damos cuenta en un instante de que el bolsillo estaba roto y que el sentido se ha perdido en algún momento del camino…

¿A dónde lo iremos a buscar entonces?

COSA DE LUNES

Hay días en la semana que son, podríamos decir, duros, difíciles. Si hiciéramos una encuesta de “insatisfacción” creo que la mayor parte de la estadística sería reclamada por el día de la luna, de los alunados, de los lunáticos, por supuesto me refiero al lunes. No perdamos de vista esto pues lo volveremos a notar más adelante.

Ese lunes de mayo era muy lunes, aunque no para mí, sino para Julieta, la directora de estudios del colegio.

 Había que diseñar una jornada EMI para dentro de unos días y teníamos una reunión con ella para darle forma y arreglar los detalles.

Ya había notado yo, temprano por la mañana, que Julieta tenía “cara de lunes”, muy de lunes. Llegado el momento de la reunión y antes de poner manos a la obra, le pido que se siente en “el” sillón: En mi oficina hay un sillón especial, para una persona, muy cómodo, que habitualmente tiene como ocupantes a cualquiera que tenga algo que dejar, que descargar, es un sillón para pensar, para reflexionar, para “parar un poco” y, por qué no, “aislarse” sin ser “caso sospechoso”.

La pregunta fue la más común de todas, directa, amplia, sin concreciones: ¿cómo estás? No se trataba de un saludo indiferente sino una búsqueda genuina de la palabra que expresa la interioridad: claramente no estaba bien.

Su primera respuesta no fue novedosa: mucho trabajo, trabajando el fin de semana sin poder descansar o “despejarse”, las reuniones con padres, los exámenes internacionales, la corrección, los profesores ausentes, etc. Realmente es una persona, como la mayoría de los que estamos leyendo aquí, que ha asumido muchas responsabilidades, ocupaciones y tareas, sin embargo, ese lunes había más.

  • No hay nada nuevo, son tus responsabilidades de siempre, pero tu cara dice algo más, algo distinto esta vez –
  • Siento bronca, angustia, hastío (usó otras palabras menos académicas), cansancio (existencial), agobio, incertidumbre… “claro, no sé explicarlo bien, nada del fin de semana fue para tanto, mucho trabajo, pero no es la primera vez” … no doy más.

La charla derivó en una búsqueda: ¿qué era aquello tan necesario que, ausente, no puede ser reemplazado y deja, transparente y oscuro, un vacío interior?

Julieta había perdido el sentido, olvidado tal vez en un bolsillo, y ahora que lo necesitaba se dio cuenta de que, de algún modo, el bolsillo se había agujereado y el más preciado tesoro se había extraviado.

 De aquella ocasión, nacieron estas ideas que quiero compartir con ustedes invitándolos a recorrer un camino, que no será de búsqueda, sino de encuentro, pero buscando aquello que, siendo nuestro, hemos perdido.

EL CAMINO

Dado que se trata de un itinerario, un camino, me parece un buen planteo considerarlo como el recorrido de un peregrino. Hago esta afirmación para diferenciarlo del tránsito de un viajero.

Veamos: el viajero parte de donde sea que se encuentre; el peregrino parte de un lugar que, tal vez, no sea el que pisa hoy. El viajero no sabe dónde lo llevarán sus pasos; el peregrino tiene clara cuál es su meta, donde acaba su caminar. El viajero avanza en la encrucijada que encuentra, recitando “caminante no hay camino, se hace camino al andar”; el peregrino elige entre caminos, sabiendo que no todos lo llevarán a su destino. Mientras el viajero canta “todo concluye al fin, nada puede escapar”; el peregrino tiene consciencia de que el viaje es un medio para llegar al final. Para el viajero lo más valioso es el viaje; para el peregrino lo realmente importante está al final.

COMIENZO

Para describir nuestro punto de partida me serviré de un texto de C. S. Lewis, autor al que soy afecto, que llegó a mis manos el año pasado y que me interesa especialmente por su particular manera de realizar desarrollos lógicos de sus ideas. El texto al que hago referencia se titula “Estudiar (o aprender) en tiempos de guerra” y Lewis lo desarrolla en su tierra, durante 1939, en pleno inicio de la II Guerra Mundial.

En aquel momento Lewis, más profesor que nunca, contestaba a los cuestionamientos acerca de la validez e importancia de los estudios universitarios en aquello días tan oscuros para el mundo. Creo que es válido y nos será de mucha utilidad este escrito si somos capaces de cambiarle el nombre al enfrentamiento del siglo XX y lo trasladamos a la actualidad denominándolo “pandemia”. Del mismo modo propongo un ejercicio geográfico: imaginar que el campo de batalla es nuestro espacio cotidiano, el lugar donde pisamos ahora.

Y a primera vista esto [convertirse en clérigos, intelectuales] parece una cosa extraña durante una gran guerra. ¿Cuál es el sentido de comenzar una tarea que tenemos tan pocas posibilidades de terminar? O, incluso si nosotros mismos no somos interrumpidos por la muerte o el servicio militar, ¿cómo deberíamos -más aún, ¿cómo podríamos- interesarnos en estas plácidas ocupaciones mientras las vidas de nuestros amigos y las libertades de Europa están en peligro? ¿No es como tocar la lira mientras arde Roma? 

 (Lewis, 1939)

Cuando lo realmente importante siempre es algo más, llámese “cuidarse”, “economía”, “futuro incierto” u otro; cuando mi tarea diaria en la escuela, tanto sea en el aula, en la oficina o en los pasillos, es descuidada, poco “económica” y, sin duda, incierta en sus resultados, cuando no encuentro razones para “seguir peleando” y me pregunto, imaginando una vida distinta, ¿tanto esfuerzo tiene sentido?

La respuesta tal vez se halle sí, pero inesperada, cruda, transparente, refleja: esta vida no es normal, porque la vida nunca ha sido normal. Así lo dirá el autor más adelante:

[…] yo pienso que es importante tratar de ver la presente calamidad en su verdadera perspectiva. La guerra no crea una situación nueva: simplemente agrava la situación humana permanente al punto en que no podemos ignorarla. La vida humana siempre se ha vivido al borde del precipicio. La cultura humana siempre ha existido bajo la sombra de algo infinitamente más importante que ella misma. Si el hombre hubiera pospuesto la búsqueda del conocimiento y la belleza hasta estar seguro la búsqueda jamás hubiera empezado. Estamos equivocados cuando comparamos la guerra con la “vida normal”. La vida nunca ha sido normal. 

(Lewis, 1939)

Las preguntas por el sentido de la vida no son exclusivas de filósofos e intelectuales, podemos rastrearlas en el hombre primitivo de las pinturas rupestres, en la Grecia de Sócrates, en las obras de Shakespeare, en la confesión de Tolstói en su momento cumbre y la adicción al trabajo de Woody Allen, por ejemplo. No son preguntas que trajo la pandemia, la pandemia les quitó el disfraz que las cubría.

EL AGUJERO EN EL BOLSILLO

Pensemos en un agujero, por ejemplo, en la tierra, un pozo. ¿Qué es un pozo?

Lo primero que nos vemos tentados a decir es que es “algo”, y a pensar sinónimos: un orificio, un hoyo, una perforación en el terreno… sin embargo, a la hora de definirlo no hay manera de hacerlo, nos es imposible nombrar su ser, su esencia (eso es la definición) o dibujarlo (intenten dibujar un pozo o un agujero) pues siempre terminaremos diciendo o dibujando lo que no es.

Menudo asunto se nos presenta pues parece que tenemos claridad de que ese agujero existe; de hecho, si pasásemos corriendo sin demasiada atención rápidamente el señor agujero nos daría cuenta de su existencia merced al daño que su tropiezo implica. También es cierto que tratamos de evitarlo, sin lograrlo a veces…y caemos, pero no lo es menos el hecho de que es posible usar los agujeros para “no ser descubiertos” o “para escapar” de nosotros mismos, de nuestras responsabilidades. Tan cierta parece ser su existencia que, una vez notada es muy difícil de olvidar.

Creo que tal vez lo más notorio de un agujero es la sensación de que “no debería estar ahí”, de que “algo falta” ¿o no?: Lo que estoy enseñando es importante, ¿por qué no hacen silencio?, me he esforzado mucho para promover el Colegio, ¿por qué nadie lo nota? La educación es la “única salida” dicen en todos los medios ¿por qué vivimos lo contrario? Todo eso nos preocupa y angustia cuando lo descubrimos.

Aclaremos: a primera vista el bolsillo también es un agujero, su ser también es referencial, se configura por su fin pues está hecho para contener a otro, pero no “quita nada” al pantalón, no hay nada que debiera “ocupar su lugar”, más bien por el contrario, le agrega. Un pantalón con bolsillos es más útil, sirve más porque puede ayudarme a cargar lo que por mí mismo no podría. El agujero, en cambio, no incorpora nada al que afecta, más bien le “roba”, pone de manifiesto una carencia, una falta, una pérdida.

Cuando, desconcertados en este mundo, metemos la mano en el bolsillo para tomar el sentido de nuestra existencia y nos encontramos con un agujero, decimos: algo está mal.

VOLVER SOBRE NUESTROS PASOS

            Allí, prestos a girar una y otra vez sobre nuestros pasos, sin rumbo, gritamos en medio del patio: ¡una brújula! ¡una brújula!

Necesitamos volver, volver al desafío de cada hora de clase, a “mondar dientes y almas” como diría Don Casiano, el “maestro de Carrasqueda” en aquél escrito tan áulico de Unamuno, volver a elevar la vista al cielo para pedir que la semilla, allí sembrada por desgarrada voz, dé nueva forma a la arcilla enfilada frente al encerado… o la pizarra blanca.

. ¿Creerían que lo digo en broma si dijera que a veces cuando un reloj no está señalando la hora precisa más sensato es hacerlo volver atrás? Pero olvidémonos de una vez de los relojes. Todos deseamos el progreso. Pero progresar es acercarnos al lugar al cual queremos llegar. Si hemos tomado un sendero extraviado, avanzar por él no nos lleva más cerca de la meta propuesta. Si estamos avanzando por el camino equivocado, progreso es dar media vuelta y regresar al camino correcto; en tal caso el hombre que más pronto haga es el más progresista. Todos hemos experimentado esto cuando hemos estado sacando cuentas. Cuando se empieza mal una suma, mientras más pronto se reconozca esto y se empiece de nuevo la operación, más rápidamente se efectuará la suma. No hay progreso en estar equivocado y rehusar reconocerlo. Creo que si echamos una mirada al actual estado del mundo, queda bien claro que la humanidad ha estado cometiendo una grave equivocación. Nos hallamos en el sendero equivocado. Si es Tenemos por qué sentimos inquietos así, debemos regresar. Regresar es la forma más rápida de avanzar

(Lewis, 1977)

¿Por qué “volver? ¿A qué? A la esperanza que se funda en la certeza de haberse dado, al “soportar” embellecido por la gratuidad, a la batalla “imposible” de que en cada vida regada en el aula brote del niño la humanidad grande y madura, la que no tiembla ante el temporal porque ha arraigado su ser en las palabras de tiza de su maestro, a transformarse en regalo con cada clase, a desgajar los ojos sobre libros de gigantes para subir sobre nuestros hombros al alumno más necesitado y, así, volver a encontrar la brújula y asegurar, después de cada timbre: ¡he vivido!

El hombre está plenamente vivo sólo cuando tiene la experiencia genuina, al menos hasta cierto punto, de dedicarse espontánea y legítimamente al propósito real de su existencia personal. En otras palabras, el hombre está vivo no sólo cuando existe, no sólo cuando existe y actúa, no sólo cuando existe y actúa como hombre (o sea, libremente), sino cuando es consciente de la realidad e inviolabilidad de su propia libertad, y se da cuenta al mismo tiempo de su capacidad para consagrar por entero esa libertad al propósito para el que le fue dada.

(Merton , 1998)

LA PARADOJA

Es en la vocación, que se halla al comienzo del camino, allí está la primera pregunta y como la palabra lo indica, la primera gran respuesta: nuestro sí primigenio. Es en ese sí donde se halla la fuerza que me falta, el horizonte que hoy no aclara, la razón que no descubro, la palabra que no encuentro y aquello que no descubro, es decir el sentido.

Pero el sentido también se halla al final, arriba, al llegar y allí la respuesta se vuelve iniciativa cuando le decimos a aquél que nos eligió “dejo todo a tus pies” y ese “todo” es aquello que ya he dado. Es decir, “dejo a tus pies… “todo y nada, porque ya me he donado.

Es así que, en la entrega cotidiana, el sentido se bautiza con nuestro nombre, nos volvemos sentido entonces, ese que buscábamos haciéndonos uno con Él.

Descubrimos que el sentido se halla, a la vez, al principio y al final del camino, hacia atrás y hacia arriba.

Completado nuestro peregrinar, de rodillas caemos para entregar la ofrenda de nuestras manos vacías, porque lo hemos entregado todo y así, seremos transformados en sentido.

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